El hombre de las “manos de piedra”. El asesino de Panamá. En dos palabras: Roberto Durán. Es decir, el mejor peso ligero de todos los tiempos.
Cara de indio y mirada asesina, ojos, barba y cabello oscuros como la noche, y una actitud feroz y violenta sobre el ring como nadie antes ni después de él: eso bastaba para intimidar a sus rivales. Cuando le preguntaron al gran Joe Frazier a quién le recordaba Durán como boxeador, respondió simplemente:
“Charles Manson.”
No alcanzaría una novela entera para contar la vida de Roberto Durán. De una infancia rebuscando entre los cubos de basura para conseguir algo que comer, hasta convertirse en héroe nacional, con una multitud inmensa —se habló de 700.000 personas en aquel entonces— esperándolo tras la victoria sobre Sugar Ray Leonard.
La vida de Durán está hecha de momentos, situaciones y contradicciones que lo describen de manera incoherente. Era capaz de todo: de gestos irracionales como de actos de humanidad. Su carácter violento no era una fachada, pero representaba solo el trazo grueso de un retrato mucho más complejo.
En 1989 se presentó al lecho de muerte de Esteban De Jesús, ya consumido por el SIDA. Los dos habían protagonizado una trilogía memorable, y Esteban había sido capaz de derrotar a Durán en el ring: la única derrota del panameño en sus primeros 71 combates. Luego Durán se cobró venganza, venciéndolo dos veces por KO. Más adelante, Esteban, completamente perdido por la heroína y la cocaína, acabó en prisión por el asesinato de un joven de diecisiete años tras una pelea [en circunstancias poco claras, nota del redactor]. Tras las rejas encontró algo de paz, dedicándose a un equipo de béisbol que él mismo fundó y convirtiéndose en predicador cristiano. Pero pronto descubrió que tenía SIDA, y solo un indulto le permitió pasar sus últimos días en casa, con su familia.
Aquel día, Esteban vio a Roberto cruzar la puerta de su habitación y acercarse. Durán se le aproximó, se inclinó, y tras levantarle con cuidado la cabeza y abrazarlo por los hombros, lo abrazó y lo besó. Ese instante fue inmortalizado en una célebre foto tomada por el excampeón mundial semipesado puertorriqueño José Torres, quien presenció la escena.
En aquella época, el SIDA era todavía una enfermedad prácticamente desconocida y nadie tenía la certeza de que no se transmitiera por el aire. A Durán no le importó en absoluto:
“A los hombres valientes hay que honrarlos. Sobre todo a los que luchan, a los que no se echan atrás. Fue un guerrero. Lo apalicé, le quité todo el orgullo, pero también lo admiré… No me importa de qué estuviera enfermo. Era simplemente un gran hombre, hecho polvo. Incluso había estado preso por homicidio. Lo tomé de la cama, lo levanté, lo abracé.”
Roberto siempre se sintió más cercano a los marginados que a los vencedores. Desconfiaba de los periodistas, especialmente de los estadounidenses. No le gustaba hablar de su infancia, y mucho menos con alguien blanco, burgués y culto, que jamás podría comprender la realidad de El Chorrillo, en los barrios bajos de Ciudad de Panamá.
Mítica fue su rivalidad con Leonard. Como también lo fue aquella inesperada huida del ring. Nadie ha sabido nunca la verdad sobre el célebre “No Más”. En la esquina de Roberto hablaron de frustración para justificar el absurdo comportamiento de Durán. Pero Roberto ni siquiera recuerda haber pronunciado esas dos palabras.
En una espléndida entrevista de Emanuela Audisio dijo:
“En realidad, creo que dije: ‘no quiero pelear con el payaso’. No quiero pelear con ese payaso. Leonard no me enfrentaba y yo no tenía intención de perseguirlo.”
Después del primer combate, que ganó, Roberto perdió completamente la cabeza. Se entregó a los festejos más desenfrenados, entre comida, alcohol y todo lo que la imaginación pueda sugerir. Terminó ganando un peso irrazonable. Para la revancha, le costó muchísimo volver al peso. Estaba totalmente deshidratado, tanto que, antes del combate, se atiborró de comida por reacción y por necesidad:
“Después del pesaje me comí dos huevos, gachas de maíz, duraznos, tostadas, dos filetes con hueso, arvejas, papas y pollo frito. Todo regado con cinco vasos de jugo de naranja.”
Después confesó que subió al ring con dolores insoportables, provocados por los calambres estomacales debido al exceso de comida.
Es difícil saber dónde está la verdad. Lo que sí es cierto es que Durán odiaba profundamente a Leonard. Eran el día y la noche. El elegido y el maldito. Leonard, con ese aire seductor y su sonrisa de actor, era el guapo y bueno, mientras que Durán, con esa mueca burlona y hostil, era el feo y violento. Uno negro con modales de blanco educado y culto, el otro blanco pero negro, negrísimo por dentro.
Con el tiempo, sin embargo, incluso el púgil más feroz que haya pisado un ring se ha suavizado. Hoy los dos son, paradójicamente, buenos amigos.
Durán fue un boxeador magnífico. Temperamento de brawler, pero técnica de counterpuncher. Velocidad, pegada durísima, sentido del tiempo memorable, fintas y detalles estilísticos que delineaban a un boxeador difícil de describir en pocas palabras.
Probablemente no será recordado por sus cualidades humanas, pero Roberto es, como todos nosotros, hijo de las circunstancias que lo moldearon, convirtiéndolo en un boxeador único por carácter y por calidad técnica.
Hoy Roberto cumple 74 años. Felicidades a esta leyenda inolvidable del ring.