Te desplazas en silencio entre los sacos de tu gimnasio. Verificas que todo esté en orden, que cada equipo esté en el lugar más adecuado para el próximo entrenamiento. Echas otro vistazo a las notas en tu agenda: los ejercicios a realizar, los tiempos de descanso, la división de tareas entre los atletas, los objetivos de aprendizaje que esperas lograr con tus chicos. Luego, el primer saludo se escucha llegar por la puerta: los boxeadores llegan, uno tras otro, con sus bolsas al hombro, te pasan frente a ti sonriendo jovialmente y se dirigen hacia los vestuarios. También tú sonríes: es el momento de las bromas, de la camaradería, de las burlas que unen al grupo y hacen posible que quienes practican el deporte más individual del mundo se sientan parte de un equipo. Pero cuando el reloj marca la hora establecida y el entrenamiento comienza oficialmente, tu rostro se transforma en una máscara de seriedad e inflexibilidad. Los chicos saben que durante la realización de los ejercicios no se bromea: ya sea que estén allí simplemente para mantenerse en forma y liberar el estrés o que tengan el sueño de convertirse en campeones del mundo algún día, no importa, con tu silbato cada centímetro de su cuerpo debe dar lo mejor.
Tienes ojos por todas partes, incluso detrás de la cabeza: el chico más lejano de ti está convencido de que no te das cuenta de que siempre se toma unos segundos extra de descanso o que baja la intensidad tan pronto como te giras, pero no es así. Tú lo notas todo, aunque a veces finjas no hacerlo, y a partir de estos pequeños subterfugios entiendes quién tiene esperanzas de tener una buena carrera y quién no hará más que jactarse de ser un boxeador en el bar con amigos. Luego llega él, la nueva incorporación que no esperabas. Nunca ha hecho boxeo, y sin embargo desde su mirada, cuando te dice que quiere aprender, te das cuenta de que no es como los demás. Y cuando lo ves en acción, te convences aún más. En pocos minutos ya ha aprendido a ponerse en guardia, se mueve naturalmente sobre sus piernas, sus golpes en el saco, aunque todavía tiene que perfeccionar la técnica de ejecución, producen un ruido seco, como el de un disparo.
Los días pasan y tu pupilo crece a ojos vista. Nunca falta, se presenta en el gimnasio por la mañana y por la tarde, siempre puntual. Mientras sus compañeros de entrenamiento te ruegan que les des un descanso y se esfuerzan con la lengua afuera y los brazos pesados, él te pide otra ronda, otro desafío, otro obstáculo que superar. Al verlo convertirse en un verdadero boxeador, sientes un orgullo en tu interior, pero sabes que no puedes permitirte mostrar demasiada satisfacción porque no quieres que el chico se vuelva engreído. Y así te mantienes imperturbable mientras él en el ring vuela como una mariposa y pica como una abeja, dosificas los cumplidos con cuidado y nunca le faltas a los reproches cuando parece que puede hacer aún más y superar otro escalón en la escalera hacia la grandeza.
Cada encuentro es al mismo tiempo una angustia interior y un triunfo de emociones. Por fuera eres frío y racional, gritas tus consejos con prontitud y entre una ronda y otra lo tranquilizas y le explicas cómo llevarse la victoria. Pero en tu interior sientes casi un dolor físico cada vez que lo golpean, resistes el impulso de imitar los golpes que quisieras verle dar, miras fijamente al cronometrador mientras esperas impaciente que suene la campana y el brazo de tu atleta sea levantado en el aire una vez más. Y así, de victoria en victoria, su nombre comienza a circular: las entrevistas se multiplican, aumenta el número de espectadores, los promotores del profesionalismo comienzan a solicitar información y de repente la vieja rutina se ve completamente trastocada. Ese chico sencillo que dividía su vida entre la escuela, la casa y el gimnasio ya no existe: ahora está omnipresente en las redes sociales, hace declaraciones a diestra y siniestra, se viste y se comporta de manera llamativa para llamar la atención y crear un personaje. La notoriedad ha caído sobre tu relación entrenador-atleta y lo peor aún está por venir.
Al principio no le prestas atención a sus miradas contrariadas cuando lo reprendes, a las solicitudes de hacer un ejercicio diferente al que le propones, al aire de suficiencia que muestra cuando lo haces subir al ring con un compañero menos habilidoso que él. En parte, tu subconsciente se niega a aceptar que algo haya cambiado: quieres retomar el hilo donde lo dejaste antes de la última gran victoria, subir los escalones que faltan para llegar a la gloria con él, pero la realidad te llega de frente como un tren en marcha. El chico se siente llegado, ya no te escucha con la atención y el deseo de aprender de antes; al contrario, está convencido de que ya sabe más que tú, de que ya es un campeón, de que no tiene rivales. Sus actitudes perezosas se vuelven manifiestamente rebeldes: cuestiona tu método de trabajo, pretende hacer las cosas a su manera, cita a Fulano, Mengano y Zutano que en internet o en otro gimnasio le han explicado cómo se hace. Con el tiempo, ya no puedes más y explotas: una vez más, la gota colma el vaso y le dices de todo mientras él te insulta a su vez y se va golpeando la puerta. El cuento de hadas se ha interrumpido en lo mejor y tú te quedas por unos minutos inmóvil mirando al vacío e imaginando lo que podría haber sido y no fue.
Verás todos sus futuros combates, tal vez en secreto, sin admitirlo ante nadie. Y seguirás sintiéndote orgulloso al ver ese golpe en el que tanto has trabajado o esa evasión que le enseñaste a dominar. No se convertirá en un campeón: le falta la humildad, un ingrediente demasiado importante para prescindir de él. Se estrellará contra la dura verdad, se dará cuenta con consternación de que no es el prodigio que los periodistas complacientes pintaban y verá desaparecer uno tras otro a los falsos amigos que acudieron a su carro cuando parecía invencible. Tal vez algún día, mirando hacia atrás, entenderá que debería haberse quedado a tu lado, pero será demasiado tarde. Mientras tanto, empiezas todo de nuevo y te juras a ti mismo: «¡Nunca más!». Nunca más un atleta te trastornará el ánimo hasta ese punto, nunca más alguien te hará invertir tiempo y dinero en él en cantidades industriales, nunca más te dejarás llevar por el sueño de tener un diamante en bruto entre manos. Tu mirada en el gimnasio es más sombría que antes, tus modales más bruscos, tu paciencia más precaria. Pero luego, una semana, un mes o un año después, otro chico en busca de guía está allí pendiendo de tus palabras, mostrando su talento aún incipiente y absorbiendo tus enseñanzas como una esponja. Y entonces vuelves a caer, porque eres un Entrenador y por mucho que intentes rebelarte, no puedes ir en contra de tu naturaleza: estás destinado a vivir por tus chicos, soñar, sufrir y crecer junto a ellos.