Los Juegos Olímpicos de París aún están en pleno desarrollo, pero los representantes de nuestra selección nacional de boxeo ya dejaron de lanzar golpes hace varios días, todos eliminados entre la primera y la segunda ronda del torneo. Una expedición fallida, que comenzó con proclamaciones grandilocuentes y grandes ambiciones pero que terminó de manera vergonzosa: cero medallas, muchas polémicas y muy pocas asunciones de responsabilidad.
Sería ciertamente injusto atribuir todas las culpas de este colosal fracaso a un solo sujeto. Estas Olimpiadas desastrosas, que además reflejan bastante fielmente el estado de salud muy precario del boxeo italiano, son el fruto envenenado de múltiples errores cometidos a lo largo de varios años por una multitud de actores. El porcentaje de responsabilidad, sin embargo, no puede sino aumentar, por fuerza de las cosas, a medida que se sube en la jerarquía del movimiento, con los líderes del mismo que tendrían la obligación moral de pronunciar el principal mea culpa y que en cambio, en estos días, prefieren recurrir a la práctica de echar la culpa a otros.
Entre los menos culpables se encuentran sin duda los atletas, último eslabón de la cadena de mando, que han dado el máximo y que ciertamente han tenido que tragar el bocado más amargo de todos al ver desvanecerse el sueño cultivado desde niños de subirse al podio. Claro, el comportamiento protestante de Salvatore Cavallaro al final de una actuación deslucida e inconclusa es criticable. Claro, la rendición inmediata de Angela Carini, que probablemente subió al ring sin la intención de intentarlo de verdad, puede ser objeto de debate. Pero siguen siendo jóvenes, sin duda condicionados por la enorme tensión del gran evento y no pueden ser puestos frente al pelotón de fusilamiento por sus errores.
La porción de la «tarta de las responsabilidades» comienza a crecer cuando se pasa de los boxeadores al cuerpo técnico, que tenía la tarea de poner al equipo italiano en las mejores condiciones posibles para hacerlo bien y guiarlo durante el torneo hacia el ansiado objetivo. El objetivo no se ha alcanzado y no es una herejía expresar fuertes dudas sobre las mismas elecciones iniciales que caracterizaron el acercamiento a estos Juegos. Boxeadores de gran valor, incluso campeones nacionales, ni siquiera tuvieron la oportunidad de intentar la clasificación en virtud de decisiones arbitrarias y cuestionables, pero desde este punto de vista no existe una prueba en contra: no se puede demostrar que quienes se quedaron fuera habrían hecho mejor que los que estuvieron.
Lo que sí se puede decir sin recurrir a la fantasía o a la imaginación es que nuestros dos principales atletas, Aziz Abbes Mouhiidine e Irma Testa, no han logrado adaptarse plenamente a la transición que ya desde hace varios años caracteriza al boxeo amateur. De la época de las máquinas de puntos en la que convenía saltar sin parar y golpear con precisión, hemos entrado de manera estable en una era en la que la agresividad y la contundencia de los golpes juegan un papel fundamental para convencer a los jueces. Por mucho que Mouhiidine haya sido víctima de una injusticia, y por mucho que Testa se haya enfrentado prácticamente de igual a igual, quienes siguen a nuestros chicos no les han hecho un favor al inducirles a mantener una configuración estilística que hoy en día paga cada vez menos.
También han dejado fuertes dudas las condiciones atléticas de nuestros chicos. Respiración entrecortada, brazos pesados y bruscas caídas en la continuidad de la acción ya desde el segundo asalto han caracterizado los combates de varios miembros del equipo italiano, hasta el punto de que resulta imposible no plantearse serias preguntas sobre las metodologías adoptadas en términos de preparación atlética en los meses previos al evento.
Por último, llegamos a los puntos dolorosos, es decir, a la cúspide de la pirámide que, como se mencionó al inicio de este artículo, debería asumir el mayor porcentaje de responsabilidades por el fracaso y que en cambio prefiere evitarlas como un gato evita el agua.
De hecho, que el veredicto injusto contra Mouhiidine sería utilizado por nuestra Federación como una hoja de parra para justificar un eventual resultado insatisfactorio del equipo quedó claro desde el mismo día de ese combate al leer el surrealista comunicado emitido al respecto por el Presidente Flavio D’Ambrosi, profundamente equivocado en la opinión de quien escribe en los tonos, los tiempos y los contenidos.
Equivocado en los tonos, porque palabras como «avergüéncense», «robado», «atrocidades», «desafortunado» y «ultraje» son absolutamente desproporcionadas en comparación con un veredicto que yo mismo considero erróneo, pero que no está entre los peores que se han visto en estos Juegos Olímpicos y que en virtud de dos asaltos ganados por estrecho margen no justifica tal histeria.
Equivocado en los tiempos, porque con atletas italianos aún en competencia no era ciertamente sabio disparar contra la organización con palabras tan pesadas, poniendo en riesgo a los otros boxeadores italianos de sufrir venganzas y tratos desfavorables.
Equivocado en los contenidos, porque resulta inconcebible en un momento tan delicado para el equipo desviar la atención sobre uno mismo, planteando un paso atrás implausible, rápidamente desmentido en tiempo récord en los días siguientes. Una manifestación de victimismo decididamente fuera de contexto.
No ha debido parecerle cierto luego a nuestra Federación poder ondear, además de la de los veredictos, una excusa adicional en virtud del incidente que involucró a nuestra Angela Carini y la atleta argelina Imane Khelif, ampliamente discutido en todo el mundo. Incidente sobre el cual la FPI ha demostrado una desconcertante hipocresía: primero aceptaron las reglas permitiendo que la atleta italiana subiera al ring y luego, una vez consumada la derrota, las cuestionaron entre líneas, insinuando de manera sibilina en sus comunicados que habían sido objeto de una injusticia, sin tener además el coraje de exponerse directamente.
De dos cosas, una: o nuestra Federación consideraba que el combate de Angela Carini estaba marcado por una desventaja competitiva injusta y en ese caso habría debido retirar a la boxeadora del torneo para salvaguardar su integridad, o consideraba la competición regular, en cuyo caso habría debido aceptar el veredicto del ring sin lloriqueos y recriminaciones a toro pasado.
El comunicado final firmado por D’Ambrosi, que la FPI ha publicado después de la eliminación del último boxeador italiano, es por tanto, como era de esperar, la quintaesencia de eludir la responsabilidad: una larga lista de culpables a los que culpar del fracaso antes de presentarse con una sonrisa en las próximas elecciones. Desde los jueces por sus veredictos hasta los organizadores por sus reglas, desde el equipo técnico que necesita «nuevos recursos humanos» hasta los boxeadores demasiado experimentados que tendrán que dejar la selección nacional, hasta los modelos de gestión «viejos y obsoletos» (como si no hubiera habido tiempo y forma de cambiarlos), todos reciben su reprimenda, todos excepto quien firma el comunicado, naturalmente.
Pero lo que más deja atónito al leer las palabras de D’Ambrosi es la afirmación según la cual el boxeo italiano en los últimos tres años habría «crecido fuertemente, tanto en términos cuantitativos como cualitativos». Permítanme entonces concluir este artículo lleno de amargura con una broma: sigo el boxeo desde hace unos veinte años y si las palabras de cada Presidente que ha asumido el cargo en estas últimas dos décadas sobre el prodigioso crecimiento del movimiento bajo su gestión fueran ciertas, hoy tendríamos más campeones del mundo que Estados Unidos. Evidentemente, no todos cuentan la verdad.