Hay rivales que simplemente se niegan a caer. Los bombardeas con golpes, los estremeces con toda tu fuerza, los castigas en cada zona del cuerpo que cuenta como blanco válido, pero ellos se quedan ahí, de pie, indiferentes al dolor, a la sangre que brota de sus heridas, a los hematomas que cubren su piel. Testarudos como mulas, se niegan categóricamente a acabar noqueados, y tratar de derribarlos a toda costa puede ser muy peligroso.
Hace diez días, poco después de las diez de la noche, estaba en San Bonifacio, en la provincia de Verona, sentado en primera fila para presenciar el combate del talentoso cubano Angelo Morejon contra el bosnio de pegada dura Danijal Alagic. Durante tres asaltos, aquello parecía más una paliza que un combate.
El zurdazo de Morejon se estampaba en el rostro del rival como un pistón. El impacto era tan fuerte que el sudor del desafortunado boxeador bosnio salía disparado fuera del ring, mientras el numeroso grupo de aficionados balcánicos que lo había acompañado en esta aventura italiana observaba la escena aterrorizado y en silencio. Los derechazos secos y violentos que Morejon lanzaba al cuerpo de su oponente hacían retorcer incluso a los espectadores. Y, sin embargo, el tenaz Alagic no daba un paso atrás.
Así que, poco a poco, “El Terrible” pasó al plan B. Al darse cuenta de que tenía delante una roca inamovible, el cubano bajó el ritmo, dosificó sus energías y siguió acumulando puntos, bailando elegantemente sobre la punta de los pies y golpeando con dureza solo cuando su rival se mostraba demasiado atrevido.
Al final del combate, pese a la victoria clara e indiscutible, hubo quien no quedó satisfecho. “Debió usar más la derecha”, “no debió dejarse presionar”, “debió ensuciarse las manos”, fueron algunas de las críticas escuchadas tras la pelea. Su decisión de administrar los últimos asaltos con prudencia fue interpretada por algunos como una muestra de delicadeza, de inseguridad o de poca disposición al combate.
He estado reflexionando sobre esos comentarios durante días, y no he podido evitar recordar un combate de finales de los años noventa, aparentemente sin relación, pero en realidad muy pertinente para este tema: la inesperada derrota del gran Wladimir Klitschko ante el estadounidense Ross Puritty.
Campeón olímpico, invicto, de físico imponente y excelentes cualidades técnicas, Klitschko era considerado un elegido y escalaba rápidamente las clasificaciones mundiales, logrando un nocaut tras otro. Puritty, por su parte, ya había sufrido trece derrotas —tres en sus últimos cuatro combates— y era un boxeador limitado, básico, sin clase ni imaginación. Sobre el papel, no debía haber pelea.
Y, de hecho, durante nueve asaltos completos no la hubo: Klitschko golpeaba a placer desde todos los ángulos, lo bombardeaba sin descanso, lo castigaba con golpes que habrían derribado a un toro. Por primera vez desde que se había hecho profesional, “Dr. Steelhammer” peleaba en Ucrania, ante sus compatriotas, y quería lucirse. Quería ganar por nocaut a toda costa.
Cualquiera que haya visto aquella pelea sabe que Klitschko pagó muy caro su obstinación. Al final del décimo asalto estaba tan agotado que apenas podía mantenerse en pie. En el undécimo, su entrenador Fritz Sdunek tuvo que saltar al ring para salvarlo de un Puritty desatado, provocando así la detención anticipada del combate.
He pensado mucho en aquella noche rocambolesca en los últimos días, y también en la impresionante diferencia entre los rostros de Angelo Morejon y Danijal Alagic al salir de los vestuarios, una hora después de su combate. El de Angelo, intacto, sin un rasguño. El de Alagic, hinchado e irreconocible: los ojos reducidos a rendijas, los pómulos amoratados, la nariz deformada.
Quizás Morejon no entusiasmó a los espectadores más exigentes; quizás habría ganado igual intercambiando algunos golpes salvajes más; quizás, forzando al máximo, habría logrado doblegar la resistencia del inquebrantable Alagic y regalado al público un KO del que hablar. Nunca lo sabremos. Pero sí sabemos que El Terrible, además de lograr la victoria, volvió a casa sano y salvo, lo cual, en un deporte tan extenuante, peligroso y a veces incluso cruel como el boxeo, no es poca cosa.
“No tienes que ser el hombre más fuerte del ring. Solo tienes que ser el más inteligente.”
— Sugar Ray Leonard
