Antonio Cervantes vs Wilfred Benítez: el triunfo del campeón más joven de la historia

El récord del campeón mundial más joven de todos los tiempos sigue en pie exactamente 49 años después de haber sido establecido, y quién sabe por cuántos años más permanecerá insuperable. El protagonista de aquella hazaña inolvidable fue el puertorriqueño Wilfred Benítez, quien, ante una multitud enloquecida en su San Juan natal, dejó al mundo entero sin palabras al derrotar claramente al multicampeón Antonio Cervantes y arrebatarle el cinturón WBA de los superligeros.

Aquel día, Benítez tenía apenas 17 años y 6 meses, y más tarde enriquecería su palmarés con otros prestigiosos títulos antes de un declive tan prematuro como lo fue su primer triunfo mundial. Volvamos entonces con la memoria al estadio Hiram Bithorn para revivir aquella mágica noche del 6 de marzo de 1976.

Antonio Cervantes: de la lucha inicial al largo reinado como campeón

Antonio Cervantes no era un campeón más. Su récord, que en aquel entonces registraba nueve derrotas, podría inducir a error si se analiza con superficialidad. Sin embargo, esos tropiezos se remontaban a la primera fase de su carrera, cuando la inexperiencia, la juventud y la escasa protección de sus manejadores lo obligaron a tragar algunos bocados amargos mientras se forjaba y perfeccionaba su estilo.

Pero el tiempo le fue benevolente, y si en su primer intento mundialista vio sus sueños desvanecerse ante la inmensa clase del argentino Nicolino Locche, poco después Cervantes se coronó campeón y lo siguió siendo durante mucho tiempo. Diez veces defendió su título, y diez veces sus retadores regresaron a casa con las manos vacías y bastante maltrechos; entre ellos, el propio Locche, detenido en nueve asaltos por una herida, y el célebre Esteban De Jesús, el primer hombre en vencer a Roberto Durán, quien fue dominado sin atenuantes por Cervantes.

El colombiano, apodado “Kid Pambelé”, tenía un físico imponente para su categoría, golpes secos y una gran solidez. No destacaba por su creatividad, pero en términos de efectividad, su boxeo sin adornos tenía pocos rivales.

Wilfred Benítez: el ritmo en la sangre del heredero de Nápoles

Hay púgiles que parecen pelear siguiendo una melodía que solo ellos pueden escuchar. Sus movimientos son elegantes, medidos, con aceleraciones y pausas siempre dirigidas a encontrarse en la posición perfecta para controlar las acciones y obtener ventaja.

Como auténticos bailarines, llevan el ritmo en la sangre, pero en lugar de aprovecharlo en una pista de baile, lo utilizan para brindar espectáculo en el ring. Wilfred Benítez fue un verdadero artista de este fenómeno: su balanceo de tronco, sus pasos sigilosos, su capacidad de “adormecer” los combates para luego desatar fuego y furia sobre su infortunado rival lo convertían en un digno representante de aquella tradición de boxeadores que se movían entre las dieciséis cuerdas con la misma naturalidad con la que los peces nadan en el mar.

Su manera de combatir, extraordinariamente paciente y precisa a pesar de su juventud, recordaba en parte a la del gran cubano José Nápoles, otro maestro de la defensa, del control de la distancia y del golpeo preciso que, curiosamente, había colgado los guantes pocos meses antes de que el joven Wilfred se proclamara campeón.

Una obra maestra de veterano lograda por un adolescente

El principal problema con el que deben lidiar los púgiles muy jóvenes, además de la falta de experiencia y el escaso conocimiento de los “trucos del oficio”, es la excesiva exuberancia. En la juventud, con demasiada frecuencia se creen invencibles y, en el intento de imponer su fuerza sobre el rival, corren el riesgo de ser superados.

Benítez, sin embargo, era un joven atípico. Y si su padre, quien lo guiaba en la esquina, decidió jugarse el todo por el todo enfrentándolo al temido campeón del mundo cuando aún era un muchacho, evidentemente sabía que había dado vida a un predestinado.

Los primeros minutos del combate en San Juan fueron suficientes para poner en evidencia la madurez del retador, quien sin ninguna prisa estudiaba al rival, lo molestaba con el jab y registraba mentalmente su postura y sus movimientos.

Si en un primer momento la relativa calma con la que Cervantes afrontó el combate parecía simplemente una estrategia para administrar energías, pronto quedó claro que el colombiano no aceleraba porque no encontraba la abertura adecuada. Benítez era así: se plantaba frente a ti dando la impresión de estar al alcance de tus golpes, y luego, en una fracción de segundo, desaparecía.

Incapaz de sostener un asedio constante, Cervantes intentaba entonces imprimir la máxima potencia en unos pocos golpes bien seleccionados. Pero incluso cuando lograba conectar ocasionalmente, no lograba alterar la sorprendente tranquilidad de su talentoso oponente.

Después de seis asaltos, la ventaja del retador era relativamente contenida, dado que el ritmo del combate se mantenía bajo y controlado. Sin embargo, fue en la fase central cuando Benítez firmó su obra maestra. El séptimo y octavo asalto fueron particularmente vibrantes, con el puertorriqueño esquivando al milímetro los ataques del furioso campeón para luego responder puntualmente con sus fulminantes combinaciones.

El público estaba enloquecido y el gran Cervantes ya no sabía qué hacer, hasta el punto de deponer el hacha de guerra y adaptarse nuevamente al ritmo preferido de aquel joven terrible que no le permitía expresarse. Esa noche, Benítez estaba verdaderamente en estado de gracia y hasta pudo permitirse el lujo de bajar al terreno de batalla, como lo hizo en el espectacular undécimo asalto, intercambiando golpe por golpe y haciéndose preferir gracias a sus reflejos incluso en la pelea cuerpo a cuerpo.

Los últimos asaltos no hicieron más que confirmar la impotencia del campeón y la clara superioridad del retador, hasta el punto de hacer literalmente inexplicable la tarjeta del juez venezolano Jesús Celis, quien otorgó la victoria a Cervantes, pero que afortunadamente fue superado por la decisión de sus dos colegas del jurado.

Así nació una nueva estrella, y quienes en ese momento intentaron minimizar la importancia histórica de aquella victoria, suponiendo que Antonio Cervantes simplemente había llegado al final de su carrera tras años de duras batallas, pronto tuvieron que cambiar de opinión. Kid Pambelé recuperó el título mundial al año siguiente y lo mantuvo hasta 1980.

Por lo tanto, no era un campeón desgastado el que Benítez redujo a la impotencia hace 49 años: la clave de aquel triunfo hay que buscarla exclusivamente en el talento descomunal de un joven bendecido por la naturaleza como pocos en la historia.

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