Una muerte espectacular y violenta coronó una vida siempre llevada al extremo: este fue el destino que aguardaba a Carlos Monzón, uno de los pesos medios más fuertes que alguna vez se mostró entre las dieciséis cuerdas. El 8 de enero de 1995, su automóvil, lanzado a toda velocidad cerca de Santa Rosa de Calchines, en su Argentina natal, se volcó varias veces, matando en el acto a un hombre que había sido tan frío en el ring como incontrolable fuera de él. En el aniversario de su nacimiento, ocurrido el 7 de agosto de 1942, repasamos algunos hitos de la historia deportiva de Escopeta, auténtico dominador de la categoría de los pesos medios en los años 70.
Un hombre venido de la nada
Cuando Carlos Monzón llegó a Roma en 1970 para enfrentarse a nuestro gran campeón Nino Benvenuti, poseedor de los cinturones WBC y WBA de los medios, para los expertos era un objeto misterioso. El argentino ya había sostenido la belleza de 79 combates, pero nunca había cruzado las fronteras de América del Sur, exhibiéndose casi exclusivamente en su patria, con algunas apariciones esporádicas en Brasil. Quienes lo habían visto en la primera parte de su carrera pronosticaban una victoria fácil para Nino: Monzón, en la época de sus primeros combates, tenía que lidiar con los síntomas de una molesta anemia que provocaba el rápido agotamiento de sus energías. Sin embargo, nadie había logrado ponerlo fuera de combate, demostrando así un carácter y una tenacidad que luego caracterizarían su largo reinado como campeón.
Cae Benvenuti: comienza la era del hombre invencible
Ya les contamos sobre el épico combate de Roma entre Monzón y Benvenuti que otorgó al argentino el estatus de campeón (–> ¡El colapso de Nino Benvenuti tras 12 intensos asaltos: comienza la era de Monzon!). Desde ese momento, Escopeta inició un camino deportivo simplemente perfecto, con 14 defensas consecutivas todas victoriosas, la primera de las cuales lo vio arrollar, esta vez en apenas tres asaltos, a un Benvenuti ya en declive. Nuestro Nino, zarandeado de un lado a otro del ring en el Stade Louis II, en el Principado de Mónaco, fue salvado después de dos derribos por el lanzamiento de la toalla. Así comenzaba un reinado destinado a durar casi siete años sin interrupciones ni pasos en falso: al boxeo elegante del fuera de serie italiano destronado se le sustituyó el pugilismo esencial y despiadado del feroz sudamericano.
Un físico imponente bien aprovechado
El estilo de Monzón no gustaba a todos, tanto que Escopeta tuvo dificultades para ser reconocido entre los más grandes de la historia por los críticos de la época, poco impresionados por su manera de pelear indolente, aparentemente perezosa, pero tremendamente eficaz. Un arma formidable que le ayudó en la consecución de sus éxitos fue el físico mastodóntico que le dio la madre naturaleza: gracias a sus piernas delgadas, Monzón sobrepasaba en altura y alcance a gran parte de sus adversarios y, con gran sabiduría táctica, aprovechaba este don de la mejor manera según a quien tuviera enfrente. Rivales de pequeña estatura como Emile Griffith y Jose Napoles fueron demolidos «desde lejos», púgiles provistos de fuerza física desbordante como Gratien Tonna, desmenuzados en el cuerpo a cuerpo. Hacer el peso para el argentino no era sencillo: antes de la revancha con Griffith tuvo que correr tres millas, pagando luego el esfuerzo en el ring y ganando por un estrecho margen.
El último gran esfuerzo y la sabia retirada
El destino quiso que el último rival de la carrera de Monzón fuera también el más terrible: Rodrigo Valdez, llegado a la oportunidad mundial tras una racha de 27 victorias consecutivas, era una fuerza de la naturaleza. Apenas cinco días antes del mundial, sin embargo, el colombiano supo de la muerte violenta de su hermano, pero los contratos ya estaban firmados y, a pesar de la conmoción emocional, tras seis intentos para hacer el peso, subió al ring. Monzón aprovechó el estado no óptimo del rival, infligiéndole un derribo en el decimocuarto asalto y venciéndolo por puntos. El verdadero Valdez se presentó, sin embargo, en la revancha, cuando atacó al argentino con inaudita ferocidad, derribándolo en el segundo asalto y haciéndole ver las estrellas. Monzón, sin embargo, sabía sufrir: superó la tormenta, abrió una fea herida en el rostro del rival y poco a poco recuperó en la puntuación, confirmándose campeón por última vez. Al final del combate dijo simplemente: «Creo que he demostrado a todos que soy uno de los más grandes. Pero ahora se acabó. Sin duda. Desde esta noche empezaré a vivir como un ser humano».
Una vida turbulenta hasta el final
La sabiduría que lo llevó a retirarse antes de perder sus cualidades atléticas y la frialdad implacable que demostró en el cuadrilátero —esa frialdad que lo llevó a subir al ring tras saber de la muerte de su hermano, ganar por KO y afirmar «Ahora podemos ir al funeral»— no lo acompañaron en la vida cotidiana. Monzón fue arrastrado por las pasiones a un torbellino de relaciones amorosas y brutales actos de violencia, tanto contra sus parejas como contra extraños, especialmente periodistas y fotógrafos «culpables» de violar su privacidad. Una inclinación a la violencia que no podía sino degenerar y, de hecho, la modelo uruguaya Alicia Muñiz, tercera esposa del argentino y madre de su quinto hijo, no se quedó con moretones y contusiones como las otras: fue estrangulada y arrojada desde el segundo piso, encontrando la muerte. La condena a 11 años de cárcel no bastó para apagar un alma inquieta y conducir de vuelta a la cárcel, de regreso de un permiso, representó la ocasión para el último gesto fatal e imprudente.
A pesar de todas las intemperancias y brutalidades cometidas, el pueblo argentino, que durante sus combates siempre se había detenido con el aliento contenido, nunca le dio la espalda. Una multitud abarrotada que acudió a los funerales entonó el coro «Dale campeón», último homenaje a un campeón controvertido, impecable en el deporte, pero reprochable en la vida, cuyo nombre quedará sin embargo grabado para siempre en los libros de historia del boxeo.