En el panteón del noble arte hay un nombre a menudo olvidado: el de Aaron Pryor, capaz de evocar la épica de batallas legendarias y profundos remordimientos, en un constante vaivén de emociones. Su vida fue una sucesión incesante de perdición y redención, difícil de condensar en pocas líneas.
Aaron fue un boxeador único, de estilo poco ortodoxo. Apodado “The Hawk”, el halcón, por la forma en que se lanzaba sobre sus oponentes, en el ring se dejaba guiar por una especie de instinto depredador, al que combinaba un ritmo vertiginoso gracias a una resistencia fuera de lo común. Poseía una velocidad de manos poco habitual, gran potencia y la capacidad de golpear desde ángulos inusuales con una naturalidad asombrosa. Un movimiento perpetuo, aparentemente caótico, “como un enjambre de avispas”, según Tracey Gilliam, del Detroit Boxing Legends Hall of Fame, en su manera de agitar los brazos casi sin lógica, guiado únicamente por el instinto en una especie de catarsis violenta. Subía al ring con un espíritu casi salvaje, eléctrico en su incontenible vigor.
Pero era solo apariencia, alimentada además por un cierto tipo de periodismo que buscaba exagerar los aspectos más brutales de su boxeo, los que más vendían. En realidad, Pryor poseía golpes de altísimo nivel, un excelente footwork y una gran coordinación. Esquivaba y contraatacaba con enorme rapidez, moviendo el tronco con sorprendente agilidad y lanzando combinaciones de tres, cuatro o cinco golpes con naturalidad asombrosa. Además, tenía una gran capacidad de encaje, capaz de devolver los golpes recibidos con veloces contraataques. Una mezcla de cualidades atléticas y técnicas con pocos iguales.
Aaron nació el 20 de octubre de 1955 en un suburbio de Cincinnati, Over The Rhine. Era uno de los siete hijos de Sara Shelery, una mujer temperamental que no temía enfrentarse físicamente a los hombres que rondaban su vida. Concebido fuera del matrimonio, el joven Aaron creció sin una figura paterna ni referentes: “Tenía cuatro hermanos y dos hermanas, pero mi padre era diferente al de ellos. Era el chico al que nadie prestaba atención. Estaba descuidado y completamente perdido. Algunas noches simplemente decía ‘al diablo todo’ y dormía en cualquier sitio. Total, no había nada para mí en casa”. Todo esto también para evitar los castigos corporales —léase azotes— que su madre solía imponer a quien no respetara el toque de queda fijado a las nueve de la noche.
Comenzó a boxear a los 13 años, casi por casualidad, movido por pura curiosidad, en el Emmanuel Center de Race Street. Un entrenador del gimnasio lo había visto pelear en la calle y lo invitó a probar. Allí encontró un universo estructurado, hecho de disciplina y “limpieza”, todo lo que siempre le había faltado en casa, donde estaba rodeado de drogas, alcohol y desenfreno.
Así, el joven Pryor encontró en el boxeo una dimensión y una válvula de escape. Tuvo una carrera amateur de predestinado, con un récord de 204 victorias y 16 derrotas. Entre otros, venció a un tal Thomas Hearns en la final de los Golden Gloves.
A los 17 años descubrió por fin la identidad de su padre, Isiah Graves. Aaron lo conocía de vista, pero aquel hombre orbitaba su vida con total indiferencia.
En noviembre de 1976 comenzó su carrera profesional por una bolsa de 400 dólares, bajo contrato con Buddy LaRosa, propietario y gerente de una cadena de pizzerías. Simplemente necesitaba trabajar, y en aquella época no tenía gran atractivo mediático, a diferencia de Sugar Ray Leonard, quien debutó en febrero de 1977 por 40.000 dólares, con un tal Angelo Dundee en su esquina.
Pero Pryor no se desanimó, y en los años siguientes ganó combate tras combate, aplastando a sus rivales con agresividad y una presión asfixiante. Su boxeo espectacular y ofensivo le ganó el favor del público, lo que le permitió obtener bolsas cada vez más lucrativas.
Una fotografía del 9 de julio de 1978 lo inmortalizó en un gimnasio de Cincinnati, mientras se preparaba para su combate contra Marion Thomas, enfrentándose en un sparring de altísimo nivel a Sugar Ray Leonard. Tras un par de ofertas en 1980 por parte de Leonard, que Aaron rechazó al considerarlas poco ventajosas, ambos deberían haberse enfrentado en 1982; el contrato llegó a firmarse, pero la lesión de retina sufrida por Leonard en su combate contra Hearns lo obligó a retirarse temporalmente, haciendo que el duelo se cancelara.
En 1980 llegó el primer gran hito de la carrera de Pryor: el combate contra el veterano Antonio Cervantes, en disputa por el cinturón WBA del peso superligero. Aaron arrasó con el campeón en cuatro asaltos, convirtiéndose por primera vez en campeón del mundo.
En 1982 llegó el turno del primer enfrentamiento contra el ídolo de Nicaragua, Alexis Argüello, en una rivalidad que se volvió histórica, uno de los puntos más altos del boxeo de todos los tiempos. Argüello estaba a un paso de la leyenda: una sola pelea lo separaba del cinturón que lo consagraría como el primer boxeador en conquistar títulos en cuatro divisiones. Subía al ring con el aura de un “maestro”: su técnica y pureza habían cautivado a todos. Pryor no se inmutó. No pareció tener un plan; hizo lo que mejor sabía hacer: lanzarse sobre el rival, como un halcón, y agotarlo, sofocarlo bajo una lluvia de golpes. Pero frente a él encontró a un boxeador igualmente increíble, que resistió impactos capaces de derribar a un toro y que, en la segunda mitad del combate, logró ponerlo en serios aprietos con golpes secos y potentes. Dos boxeadores en estado de gracia se enfrentaron dando vida a uno de los combates más hermosos en la historia del boxeo.
Como toda narración legendaria, también esta pelea estuvo rodeada de su propio halo de misterio, que se materializó en la célebre botella de Panama Lewis, entonces entrenador de Aaron. Tras trece asaltos de altísima intensidad, en los que ambos lo dieron todo, Pryor y Argüello regresaron a sus esquinas. Famosas fueron las palabras de Lewis, que dirigiéndose a su asistente dijo: “Dame la botella, la que mezclé”.
Verdad o mistificación, Pryor, en aquel decimocuarto asalto, sacó fuerzas inimaginables, lanzando una avalancha de golpes sobre un exhausto Arguello, que terminó por caer, derrotado y destruido.
La increíble victoria de Pryor quedó inmediatamente ensombrecida por la sombra de la sospecha. Nadie supo jamás qué contenía aquella botella, ni si realmente había algo ilícito en ella. Las investigaciones se estancaron sin que se encontraran pruebas concluyentes.
La segunda pelea entre ambos llegó siete meses después. Dos semanas antes del combate, Pryor llamó a su esquina al gran Emmanuel Steward, quien además de entrenarlo, encontró las palabras adecuadas para motivarlo: “Aaron, este hombre viene a quitarte el título. Si pierdes esto, no serás más que un pobre chico negro de las calles de Cincinnati. No habrá nada más para ti [en caso de salir derrotado]”.
Difícil imaginar qué pasó por la mente de Pryor, pero sin duda las palabras de Steward tocaron esas zonas oscuras a las que él no quería volver. Y así, fuera cual fuera la verdad sobre la primera pelea, la segunda no dejó lugar a dudas: Pryor aplastó a Arguello en diez asaltos, con el árbitro contando mientras el nicaragüense, en la lona, miraba alrededor con la mirada perdida. El sueño de Arguello de conquistar un título en una cuarta categoría de peso se desvaneció bajo los golpes de Pryor y, en cierto modo, esa derrota apagó su carrera. Arguello nunca se recuperó del todo y, incapaz de aceptar aquella derrota, acabó encontrando un efímero consuelo en el whisky y la cocaína, que lentamente lo arrastraron hacia la depresión.
Paradójicamente, el mismo destino alcanzó al vencedor. Éxito y dinero son una combinación peligrosa para cualquier boxeador, y para Pryor resultaron casi letales, cuando la euforia de aquellos triunfos históricos lo empujó al abismo de la droga. Se volvió adicto al crack, lo que lo sumergió en una espiral descendente y destructiva, hasta arruinar una carrera que hasta ese momento lo había consagrado como una de las grandes figuras del boxeo mundial.
Se rodeó de la gente equivocada: malas inversiones, amigos que lo explotaron y su entonces pareja, Theresa Adams, quien en un arrebato de celos le disparó, hiriéndolo en el antebrazo. La vida de Aaron volvió a convertirse en un caos, desorientada y fuera de control.
A pesar de todos los excesos, entre 1984 y 1985 Pryor ganó un par de combates y se proclamó campeón mundial superligero de la IBF. Pero fueron actuaciones opacas, sombras de lo que alguna vez fue. En 1985 le retiraron el título por no defenderlo, y decidió poner fin a su carrera.
Regresó al ring dos años y medio después, el 8 de agosto de 1987, contra Bobby Joe Young, tras luchar sin éxito para liberarse de su adicción al crack. Fue su primera y única derrota, ante un boxeador al que probablemente habría “devorado” si el crack no lo hubiera consumido antes. Tras tres combates menores ganados, Pryor se retiró definitivamente en 1990, con un récord que habla por sí solo: 39 victorias, 35 de ellas por KO, y una sola derrota.
Privado del ring, Aaron cayó en una especie de vacío lleno de excesos. La droga lo redujo a una sombra: delgado, demacrado, sin motivación, al borde del abismo.
En 1991 conoció en rehabilitación a la mujer que lo acompañaría el resto de su vida, Frankie Banks. Pero eso no fue suficiente para detener su caída.
En 1992 Pryor se había convertido prácticamente en un vagabundo que vivía en las calles de Cincinnati, completamente esclavo del crack. Pensó varias veces en quitarse la vida, aunque nunca encontró el valor para hacerlo. En palabras de John Ed Bradley, colaborador de Sports Illustrated: “Si hubieras tomado un autobús por ciertas zonas de Cincinnati, podrías haberlo visto allí, en una esquina, con la mano extendida. Y si hubieras entrado en alguna crack house, podrías haberlo visto tirado en el suelo con la cara en la mugre. No era raro encontrarlo mirando al cielo, en una conversación privada con Dios.”
Un año después de su retiro fue arrestado por posesión de drogas y pasó seis meses en prisión. Más tarde fue hospitalizado por una grave úlcera. Operado de urgencia, necesitaron 40 puntos para suturarlo. Sentado en la cama del hospital, su esposa Frankie lo observó orar, pidiendo a Dios que lo liberara de su adicción. Tras tres semanas fue dado de alta, apenas podía mantenerse en pie y pasó mucho tiempo en cama. Un domingo, se levantó, se vistió y fue a la iglesia. Fue el primer paso hacia una nueva vida.
Con el tiempo logró salir adelante, luchando con la misma determinación que mostraba en el ring, gracias también al apoyo de sus tres hijos y de su esposa Frankie.
En los años siguientes trabajó como diácono y ministro asociado en la New Friendship Baptist Church, además de entrenador de boxeo. Desde 1993 Pryor volvió a ser conocido en el área de Cincinnati por entrenar a jóvenes boxeadores amateurs y profesionales, entre ellos un jovencísimo Adrien Broner. Más tarde recibió importantes reconocimientos de las autoridades locales por su contribución a mantener a los jóvenes alejados de la droga y la marginación.
En 1996 fue incluido en el International Boxing Hall of Fame y, tres años más tarde, fue elegido por la Associated Press como el mejor peso superligero del siglo XX. Aaron Pryor falleció el 9 de octubre de 2016, a causa de un paro cardíaco.