Aquí suena la última campana: el combate ha terminado, los púgiles regresan a sus esquinas, los entrenadores les quitan los guantes. En el público cae el silencio; todos esperan con impaciencia el veredicto de los jueces, que parece incierto y misterioso: los dos combatientes se han equilibrado sustancialmente, a los golpes de uno seguían de inmediato las respuestas del otro, sin dominio, sin una superioridad manifiesta. Pero uno de ellos ya es un miembro veterano de la Selección y quizá pertenece a un Grupo Deportivo Militar, y entonces cada espectador, en su fuero interno, ya sabe de antemano qué mano será alzada hacia el cielo…
Un problema de “sudditanza”
Aclaremos inmediatamente cualquier posible malentendido: en este artículo no se habla de robos, mala fe ni corrupción. Nunca nos soñaríamos, en ausencia de pruebas, de lanzar semejantes acusaciones contra nuestros jueces, que, hasta que se demuestre lo contrario, asumimos que son hombres íntegros y de probada virtud.
Nos referimos en cambio a esos combates muy igualados, en los cuales, de tres asaltos, al menos dos tienen una atribución dudosa y se prestan a interpretaciones divergentes según el criterio personal de quien los observa. No es un secreto para nadie que esos combates, cuando involucran a un púgil ya miembro de la Selección o perteneciente a un Grupo Deportivo Militar, casi siempre terminan de la misma manera.
Quien les escribe no cree en absoluto que esto sea fruto de “órdenes desde arriba” ni de un plan diabólico orquestado en un despacho. Mucho más verosímilmente, existe un problema de sudditanza psicológica que afecta a un porcentaje considerable de nuestros jueces. Ante un nombre ya conocido o ante esas siglas “GS” que llevan a los recién llegados a preguntarse de qué región italiana se trata, caen víctimas de un reflejo automático y asignan los canónicos 10 puntos al lado de quien, en su imaginario, “debe” ser el bueno.
Que todo esto represente un problema lo sabe perfectamente la inmensa mayoría de los entrenadores y púgiles italianos. Tales dinámicas generan desconfianza, convencen a maestros y alumnos de que “dar la sorpresa” es una empresa imposible y alejan de nuestro deporte a potenciales atletas de valor.
Sin embargo, estoy convencido de que quienes salen perjudicados por estos episodios de sudditanza, por paradójico que parezca, son también los propios “púgiles VIP”, a quienes sistemáticamente se les concede el beneficio de la duda.
Para aclarar mejor el concepto, usaré dos ejemplos reales ocurridos en Italia en los últimos años, pero omitiré fechas, lugares y nombres porque no quiero que este texto parezca un ataque personal. Los casos que voy a describir son emblemáticos de un sistema que desde hace mucho tiempo, independientemente de los cambios en la dirigencia, de las modificaciones del reglamento y del relevo arbitral, mantiene los mismos déficits.
La suma confusión supera a la técnica
Estamos en los campeonatos regionales femeninos de cierta región italiana; el torneo concede a la ganadora el acceso a los campeonatos nacionales absolutos del mismo año. Sube al ring una púgil que ya forma parte estable de la Selección: la idea de que pueda quedarse fuera de los absolutos parece casi sacrílega. Frente a ella, una atleta que ha ganado mucho en las categorías juveniles pero que lleva menos de un año en el mundo Élite.
Durante unos 20 o 30 segundos se ve buen boxeo. Las dos chicas intentan superarse en la elección del tiempo, accionan el jab, utilizan el dentro-fuera con las piernas. Lo justo para que la púgil de la Selección entienda que corre el riesgo de recibir una lección y que, por tanto, es mejor lanzarse encima de la rival y convertir el combate en una pelea desordenada.
Salen dos asaltos imposibles de puntuar, con ambas púgiles abrazadas buena parte del tiempo y un árbitro, no exactamente un valiente, mucho más inclinado a regañar a la boxeadora menos famosa, llegando incluso a dejarse mandar al diablo sin tomar medidas por parte de la favorita.
En el tercer asalto, la energía de la púgil de la Selección disminuye y su rival aprovecha para volver a boxear con elegancia, ganando claramente el round. Pero no basta para convencer al jurado: avanza quien generó la suma confusión.
Una victoria casi sin golpes
Nos trasladamos a una edición del campeonato italiano sub-19. En el ring está un púgil perteneciente a un Grupo Deportivo Militar, algo evidente no solo por la gráfica en pantalla, sino también por los uniformes de su esquina. Su rival representa únicamente a su gimnasio y tiene menos de la mitad de los combates del contrario.
A lo largo de los tres asaltos, el número de golpes dignos de mención por ambas partes se cuenta con los dedos de una mano. El púgil del Grupo Deportivo, que tiene una enorme ventaja en altura y alcance, se limita prácticamente a saltar, retroceder y amarrar. Su rival, ansioso por ganar, entra desde lejos con golpes abiertos y previsibles, y queda atrapado en el clinch. Pero al menos lo intenta.
Tras tres asaltos paupérrimos en acción entre un púgil que no consigue concretar sus ataques y otro que ni siquiera piensa en atacar, los jueces premian al segundo: el chico inexperto vuelve a casa con las manos vacías, el del Grupo Deportivo pasa a la siguiente fase del torneo.
Dos ejemplos para denunciar mil casos: un problema que perjudica a todos
Ninguno de los veredictos emitidos al final de estos combates puede calificarse como escandaloso, incomprensible o absurdo. En el primer caso, puede pensarse legítimamente que en los dos primeros asaltos debía premiarse la agresividad de la púgil de la Selección; en el segundo, puede preferirse la mayor compostura del púgil del Grupo Deportivo. Podría imaginarse que se trata de dos simples coincidencias.
Pero cuando las coincidencias son diez, cien, mil, se vuelve imposible excluir la sospecha de que el fenómeno descrito es en realidad habitual, tan habitual que ignorarlo es como ignorar a un elefante sentado en medio del salón.
Los ejemplos expuestos ayudan a comprender que este modo de proceder perjudica a los ganadores además de a los perdedores. En caso de veredicto adverso, la púgil de la Selección habría entendido que no siempre arrastrar a la rival a la refriega le permitirá salvar la situación, y se habría visto obligada a trabajar duro para mejorar su boxeo a larga distancia, su elección de tiempo y su repertorio técnico. En caso de derrota, el chico del Grupo Deportivo habría entendido que en el boxeo hay que mover las manos además de las piernas, que permanecer excesivamente pasivo para evitar riesgos es contraproducente y que el alcance debe usarse para atacar además de para protegerse.
Acostumbrados a recibir todos los veredictos dudosos del mundo, nuestros atletas de élite interiorizan la idea de que para ganar basta con hacer lo mínimo indispensable. No sorprende, por tanto, que cada vez que perdemos un combate equilibrado en el extranjero estallen llantos, quejas y protestas. Y no sorprende que algunos púgiles, después de mostrar un potencial extraordinario de jóvenes, dejen de mejorar cuando llegan “al círculo que cuenta”.
¿Cómo salir de esto?
No lo sé. Pero sería deseable que desde la dirigencia federativa y desde los responsables arbitrales llegara de vez en cuando algún llamamiento público dirigido a los jueces, invitándolos a elegir siempre la imparcialidad como su estrella polar y a no dejarse condicionar por los apellidos, palmarés o eventuales siglas de quienes suben al cuadrilátero.
