Era una tarde de septiembre que ya olía a otoño, aquel 24 de septiembre de 1935 en Nueva York. El Yankee Stadium estaba repleto de almas apasionadas y rugientes, más de 80.000 cuerpos apiñados para presenciar el choque que marcaría el ocaso de una era y el amanecer radiante de la siguiente. En una esquina, Max Baer, el excampeón de los pesos pesados. Un adonis salido de una postal de Hollywood, con una sonrisa de millones de dólares y, al mismo tiempo, un halo siniestro de ferocidad. En la otra, Joe Louis Barrow, “The Brown Bomber”. Veintiún años, rostro de piedra, una mirada que no delataba emociones y un aura de predestinado, inquebrantable.
Para comprender la magnitud de aquel encuentro, primero hay que entender a los personajes. Y sobre todo, hay que aventurarse por la delgadísima frontera que separa la realidad de la leyenda.
Max Baer: El Boxeador, la Máscara y las Supuestas Verdades
Max Baer era un personaje construido por la prensa y por su propio carisma. Tras arrebatarle el título a Primo Carnera en una pelea brutal, su fama de pegador floreció. Se contaba que sus manos eran tan duras que debían asegurarse por un millón de dólares. Se susurraba que había matado a dos hombres en el ring, Frankie Campbell y Ernie Schaaf. La narrativa era perfecta: un gigante de modales afables, seguro de sí mismo y al mismo tiempo cruel, con un poder literalmente mortal en las manos.
¿Pero era cierta la versión que circulaba en la narrativa de la época? ¿Era Baer realmente ese personaje caricaturesco retratado por Ron Howard en su apasionante película Cinderella Man? ¿O el excampeón del mundo escondía mucho más dentro de sí que el villano artificial y estereotipado de una cinta de cine? Max Baer fue definido a menudo como a Madcap Clown por quienes lo conocían bien. Un excéntrico bromista, un bufón extravagante que prefería actuar antes que pelear. No amaba demasiado el boxeo, pero la extraordinaria fuerza con la que estaba dotado representó para él una vía rápida hacia la fama y la fortuna.
Hay quienes sostienen que las muertes de Campbell y Schaaf lo marcaron profundamente; que el trágico final de Campbell, en particular, le había dejado cicatrices muy hondas. Una tesis bien sintetizada en las palabras de su hijo, Max Baer Jr: “Mi padre lloró por lo ocurrido a Frankie Campbell. Tenía pesadillas. Ayudó a los hijos de Frankie hasta la universidad”.
Sin embargo, no todos comparten esta versión de los hechos. La escritora estadounidense Catherine Johnson, justamente el año pasado, publicó un libro titulado Then The World Moved On, en el que expone los resultados bastante inquietantes de sus exhaustivas investigaciones sobre la muerte de Frankie Campbell y lo que sucedió después. El libro se abre con un prólogo de Ray “Boom Boom” Mancini (a quien también le ocurrió provocar la muerte de un rival, el coreano Deuk Koo Kim, con sus golpes) y llega a la conclusión de que las historias sobre la angustia de Baer, sus ayudas a la familia del difunto Frankie y su supuesta naturaleza bondadosa no son más que el fruto de una gigantesca manipulación histórica llevada a cabo por los amigos y familiares de Max.
Fuera cierta o no la narrativa sobre la naturaleza violenta y sádica de Baer, lo que sí es seguro es que ayudó a vender muchísimas entradas. Aquella noche, Max se puso su máscara más histriónica. El día del combate con Louis llegó al ring bromeando, besando a las chicas entre el público, casi como si estuviera más interesado en el espectáculo que en la pelea. Había perdido sus títulos unos meses antes contra Jim Braddock, un boxeador que esa noche se había mostrado mucho más motivado que él. Ahora subía al cuadrilátero en busca de una nueva oportunidad por el título. Pero nadie sabía qué pasaba realmente por su cabeza.
Joe Louis: El Ascenso de la Máquina
En la otra esquina estaba Joe Louis. Para la comunidad negra de Estados Unidos, oprimida por la Gran Depresión y por las leyes de Jim Crow (“separados pero iguales”), Louis era más que un boxeador. Era un símbolo de dignidad, disciplina y redención. Su mánager, Julian Black, y su entrenador, Jack Blackburn, lo habían forjado no solo técnicamente, sino también en lo público.
Debía ser la antítesis del anterior campeón negro, Jack Johnson: humilde, silencioso, “intocable” para la prensa blanca.
Y así se reveló Joe: reservado, esquivo, poco hablador, no amaba los focos y parecía rehuir la fama en sí misma. Baer y Louis parecían dicotómicos, el día y la noche.
Louis disputó 22 combates antes de enfrentarse a Baer, ganándolos todos, 18 por KO. Su ascenso fue el de una apisonadora. Precisión técnica, increíble físico y una dedicación total a los entrenamientos: Joe había nacido para boxear, bastaba observarlo. Jab, directo, gancho, combinaciones a dos manos, lanzadas con una naturalidad poco común.
La América blanca miraba a aquel fenómeno con una mezcla de temor y curiosidad.
Baer debía ser la prueba definitiva, el muro contra el que esa apisonadora se estrellaría o que derribaría acercándose con fuerza al título.
El Combate
Sonó la campana, y desde el inicio quedó claro lo que estaba ocurriendo.
Baer, por única vez en su carrera, pareció casi intimidado. Louis, en cambio, era pura concentración: su jab, largo y afilado como una navaja, golpeaba a Baer a placer. Ya en el primer asalto, una espléndida combinación —derecha, esquiva, uppercut de derecha y luego otra izquierda y derecha de Joe— hizo estremecer a Max.
Baer parecía lento, casi torpe, pero reaccionó y alcanzó a Louis con una larga combinación que comenzó con un directo de derecha potente al rostro. El golpe no hizo más que desatar la reacción de Louis, con varias derechas que sacudieron con fuerza a Baer. Al final del primer asalto, Max parecía ya al borde de la capitulación.
En el segundo asalto, un jab pareció romperle la nariz a Baer. Louis siguió martilleando al rival con su espléndido izquierdo y solo al final del round Max mostró una reacción de orgullo.
En el tercero, Louis mandó a la lona a Baer por primera vez en su carrera. Tras una derechaza violentísima al rostro, Joe lo arrolló con una ráfaga de golpes, a dos manos, y remató con un gancho de derecha. Baer se levantó, solo para ver a Louis lanzarse sobre él y recibir tres ganchos de izquierda consecutivos que lo pusieron nuevamente de rodillas. Fue la campana la que salvó a Baer de la cuenta.
En el cuarto asalto, Baer intentó por todos los medios contener a un Louis desbordante, pero sin éxito. Joe esperó el momento justo y lanzó un espléndido overhand que se estrelló en el rostro de Baer, derribándolo más mental que físicamente. De rodillas, sacudió la cabeza y el árbitro declaró el final del combate. Se levantó enseguida, saludó a Louis y se dirigió a su esquina tambaleándose. Su sonrisa había desaparecido, sustituida por una mirada perdida y doliente.
La actuación de Louis fue simplemente perfecta: sus golpes resultaron demasiado rápidos, demasiado precisos, demasiado potentes para un Baer que parecía ya la sombra de sí mismo. Pero con el tiempo circularon numerosas versiones sobre las condiciones físicas de Max, revelando el grave estado en que se encontraban sus manos. Max tenía la mano derecha fracturada, con los 4 nudillos rotos, y la muñeca izquierda lesionada por una astilla ósea. El Dr. Max Stern le administró repetidas inyecciones de Novocaína en la derecha, pero un retraso de 45 minutos a causa de la lluvia hizo que el efecto se disipara. El mánager Ancil Hoffman le había pedido que pospusiera el combate, pero Baer temía que lo cancelaran, lo que lo habría alejado aún más de una oportunidad por el título.
Después de aquella noche, la carrera de Joe Louis despegó definitivamente, mientras que la de Baer se hundió en un anonimato hecho de combates contra rivales de poca monta.
A 90 años de distancia, el recuerdo de ambos boxeadores revive en las imágenes de época del combate, que marcó un ideal traspaso de testigo entre los dos campeones.