La noticia del acuerdo alcanzado entre el exyoutuber Jake Paul y el actual campeón mundial de la WBA de peso ligero, Gervonta Davis, para un combate de exhibición que tendrá lugar en Atlanta el 14 de noviembre, ha generado en el mundo del boxeo reacciones mayoritariamente negativas. Están los que se rasgan las vestiduras, los que añoran los valores del boxeo de antaño, los que hablan de un golpe durísimo a la credibilidad del Noble Arte. Juicios un tanto exagerados, en opinión de quien escribe; en realidad, Paul vs Davis no es un drama ni representa tampoco una gran novedad. El verdadero problema, más bien, es la manera en que Gervonta ha gestionado su carrera.
Empecemos diciendo que en todas las épocas los grandes campeones de boxeo han sentido la tentación de participar en exhibiciones más o menos pintorescas, a veces por beneficio personal, otras por caridad, y otras más para poner el foco mediático en el boxeo en favor de un público más amplio.
Incluso si retrocedemos con la memoria hasta los auténticos pioneros de principios del siglo XX, encontramos precedentes en este sentido. Jack Johnson, primer campeón mundial de los pesos pesados de color, fue a menudo protagonista de exhibiciones curiosas y espectaculares, como el combate contra el luchador Frank Gotch, el más grande wrestler estadounidense de la época, que tuvo lugar en 1909, cuando Johnson ya había conquistado el título mundial.
También el célebre “Asesino de Manassa”, Jack Dempsey, se vio envuelto en varias exhibiciones no oficiales, algunas de ellas contra rivales que no eran boxeadores profesionales. A los 45 años, ya retirado desde hacía tiempo, puso brutalmente KO en dos asaltos a Cowboy Luttrall, un mediocre luchador estadounidense.
Ni siquiera la época dorada de los pesos pesados, los célebres años setenta, fue inmune a este tipo de espectáculos. Muchos de ustedes recordarán sin duda el extrañísimo combate entre Muhammad Ali y el luchador japonés Antonio Inoki en 1976, que durante buena parte vio al atleta nipón tumbado de espaldas lanzando patadas mientras The Greatest danzaba a su alrededor sin saber qué hacer.
Menos famoso quizá es lo que hizo George Foreman un año antes: en una exhibición verdaderamente singular, Big George se enfrentó a cinco rivales distintos en la misma noche, apaleándolos a todos, uno tras otro. Ali, que ya lo había derrotado en el célebre combate de Kinshasa, estaba mientras tanto sentado a pie de ring comentando el show al micrófono y burlándose de su rival.
En tiempos más recientes, Oscar De La Hoya y Shane Mosley fueron protagonistas, con un año de diferencia entre sí, de un choque en el ring con el legendario campeón de baloncesto Shaquille O’Neal, al que ambos vencieron a los puntos en cinco asaltos. La lista podría prolongarse mucho más.
En definitiva, la decisión de Gervonta Davis de subir al ring con Jake Paul con el único fin de llevarse a casa una jugosa recompensa económica no representa absolutamente nada nuevo y, en sí misma, no debería ser motivo de un escándalo particular.
Lo que sí resulta desconcertante y merece ser subrayado con fuerza es que Gervonta, a diferencia de todos los grandes nombres que hemos citado en este artículo, ha protagonizado hasta hoy una carrera muy por debajo de sus potencialidades y de las expectativas de los aficionados, minimizando los riesgos al máximo y manteniéndose alejado de los grandes desafíos que podrían haber cimentado su legado.
Desde que se convirtió en campeón del mundo por primera vez en enero de 2017, cuando derrotó contra todo pronóstico al más experimentado José Pedraza con una actuación sobresaliente, Davis ha llevado adelante un recorrido, cuando menos, decepcionante, eligiendo cuidadosamente a sus rivales para minimizar los riesgos e incluso debilitándolos con oportunas cláusulas de rehidratación cuando su tamaño le creaba problemas.
Durante años, el ex protegido de Floyd Mayweather Jr rechazó de plano cualquier propuesta de enfrentar al fuera de serie Vasyl Lomachenko, para luego acordarse de retarlo cuando el ucraniano ya comenzaba a mostrar signos de declive y desmotivación. Después siguió el mismo guion con Shakur Stevenson, ignorando y desestimando los desafíos que este último le lanzaba públicamente.
Y finalmente llegó la gota que colmó el vaso. Tras el discutido empate que en marzo le permitió conservar el cinturón mundial en un combate mucho más duro de lo previsto contra Lamont Roach, Davis —que en aquella ocasión se benefició de un gravísimo error arbitral— se retractó de la promesa de concederle al rival una revancha inmediata, prefiriendo la oferta de Jake Paul a la oportunidad de redimirse ante los ojos del mundo.
He aquí, entonces, el verdadero motivo por el cual deberíamos sentirnos todos indignados. Gervonta Davis fue dotado por la naturaleza de un talento especial. Desde niño mostraba movimientos increíbles, de auténtico predestinado del ring, y de joven daba la clara sensación de que podía arrasar en el boxeo profesional.
Ese talento, sin embargo, se ha ido atrofiando año tras año. Acostumbrado a ganar casi siempre con el mínimo esfuerzo, Davis no corrigió sus defectos, no creció, no dio el salto de calidad que todos esperaban y se ha quedado en una promesa inconclusa. La decisión de huir de Roach para enfrentarse a Paul puede interpretarse, entonces, como la lápida sobre su carrera en la élite, que hoy parece destinada más que nunca a ser recordada como uno de los mayores desperdicios del boxeo moderno.