Nino Benvenuti nos ha dejado. El campeón istriano se despidió de este mundo menos de un mes después de cumplir 87 años, y en estas horas el vacío que aprieta el corazón de cada aficionado al boxeo —y no solo— es inmenso. Su desaparición no es solo la de un campeón, sino la de un caballero, que con su fair play, su sencillez y su cortesía supo trascender el cuadrilátero ganándose el aprecio en Italia y en el mundo como ser humano, además de como boxeador.
Desde que, siendo adolescente, empecé a aprender los primeros rudimentos de la historia del boxeo italiano, pensando en la rivalidad más famosa, comentada y emocionante que haya existido en un ring en nuestro país, siempre me he sentido convencidamente un “mazzinghiano”.
Prefería —y sigo prefiriendo— el estilo agresivo y combativo de Mazzinghi, su profunda conexión con las clases populares, aquellas que en su gran mayoría esperaban esos derbis mágicos e irrepetibles proyectando sobre Sandro sus esperanzas de redención, de revancha, de una inversión de las jerarquías naturales.
Era como si Benvenuti, solo por ser el “gran nombre”, apoyado por los periodistas más destacados y por la Federación, simbolizara de algún modo el poder, la riqueza y la autoridad de las instituciones. Una total distorsión de la figura de Nino, que había empezado a frecuentar su primer gimnasio de boxeo simplemente para poder disfrutar de “una ducha caliente gratis”, pero, como bien sabemos, la imaginación colectiva no se fija en esos detalles.
Y naturalmente, yo tampoco me fijaba, y de joven me angustiaba por el resultado final de aquellos dos derbis tan famosos y sentía hacia Benvenuti una antipatía espontánea, sin justificación lógica o concreta, fruto de un simple impulso inconsciente. Aunque era imposible encontrar el video, me había autoconvencido de que todo lo que los “mazzinghiani” decían sobre la famosa revancha de Roma era cierto: en mi cabeza, el árbitro había contado injustamente a Sandro y los jueces lo habían despojado de la victoria.
Con el paso de los años, mis convicciones y mis sentimientos empezaron a tambalearse, cambiando poco a poco ante las crecientes evidencias de que mi acritud adolescente hacia Nino carecía en realidad de fundamento.
Recuerdo todavía la primera vez que me quedé perplejo al considerar la figura de Benvenuti en toda su complejidad. Era 2010 y su histórico rival Emile Griffith, en la pobreza y afectado por demencia, se encaminaba con muchas dificultades hacia el final de su vida. Nino se volcó por completo para ayudarle: organizó campañas de recaudación de fondos, lo invitó a Italia, hizo todo lo posible por devolverle las sonrisas que la dureza de la vida le había borrado del rostro.
¿Pero cómo? ¿Él, “hombre de derechas”, anclado a los valores tradicionales, se desvivía por ayudar a un homosexual declarado? Quien pudiera hacerse una pregunta así, simplemente no conocía a Benvenuti. A él no le importaba la orientación sexual de Griffith: sabía que había compartido con el estadounidense cuarenta y cinco asaltos inolvidables y sabía que sin aquella trilogía épica su propia gloria no habría sido la misma. Sus historias estaban entrelazadas para siempre, y el sufrimiento del uno no podía pasar inadvertido al otro.
Otro momento crucial en mi “revaloración” del gran campeón istriano lo viví hace unos cinco años, cuando tuve la suerte de entrevistar a Benvenuti para el proyecto editorial en el que colaboraba en ese entonces. Lo que más me impactó de aquella entrevista no fueron solo sus palabras conciliadoras y llenas de respeto hacia Mazzinghi, sino también su respuesta a mi última pregunta, que se refería al argentino Carlos Monzón.
Debéis saber que en mi “carrera de periodista”, si así se puede llamar a lo que hago principalmente por pura pasión, he entrevistado a muchos ex campeones de gran talento. Y puedo asegurar que un altísimo porcentaje de ellos, al contar una derrota, suelta toda una secuencia de justificaciones, motivos y explicaciones con las que dan a entender que si no hubiera sido por esto o aquello, las cosas habrían sido diferentes…
Nino, en cambio, me dejó sin palabras. Ante mi pregunta, que le planteaba si las cosas habrían sido distintas de haber enfrentado a Monzón siendo más joven, respondió con palabras impetuosas y tajantes: “¡No, no, absolutamente! Si yo hubiera sido más joven, también lo habría sido él. Monzón ganó solo por su propio mérito”. Una muestra de humildad poco común que me hizo reflexionar mucho.
Luego llegó el triste día de la muerte de Sandro Mazzinghi y, una vez más, Benvenuti me sorprendió. Era sin duda previsible que pronunciara palabras de condolencia hacia su viejo rival, pero él no se limitó a los cumplidos de rigor. Se presentó en persona al funeral del gran campeón de Pontedera, y las imágenes que lo mostraban en aquel día de luto no dejan lugar a dudas: Nino era un hombre desolado y desesperado que lloraba amargamente la muerte de su antiguo adversario.
Una vez más, como en el caso de Monzón, a quien visitó en prisión, y de Griffith, a quien ayudó en el momento de necesidad, Benvenuti demostraba haber comprendido plenamente que los mejores rivales de un boxeador contribuyen a hacerlo grande y que, una vez suena la campana final, el único sentimiento que merece la pena conservar hacia el hombre que antes intentabas derribar es el agradecimiento.
La tardía pero bendecida decisión de la RAI de publicar por fin el video completo de la revancha entre Benvenuti y Mazzinghi borró de mi corazón hasta los últimos resquicios de desaprobación hacia el ex boxeador istriano.
Vi aquel combate con el corazón en un puño, los ojos pegados a la pantalla y la mano bien apretada al bolígrafo, para anotar con el mayor cuidado posible la puntuación de cada asalto. Y aunque hoy todavía me cueste admitirlo, comprendí que las recriminaciones que había albergado durante tantos años no tenían fundamento. La cuenta fue legítima y, aunque por poco, gracias a un final soberbio, Nino mereció la victoria.
He sido, sigo siendo y siempre seré un “mazzinghiano”. Con su paso imparable, su coraje de león, su carácter reservado pero a la vez sensible, Sandro encarna todo aquello que me hizo enamorarme del boxeo, y lo considero de hecho mi boxeador italiano favorito de todos los tiempos. Pero hoy, como “mazzinghiano” de alma, no puedo sino llorar la desaparición de Nino Benvenuti, la otra cara de una única medalla de valor incalculable: la de dos inmensos hombres de deporte que, con sus gestas, su ejemplo y su infinita clase, han escrito sus nombres con tinta indeleble en las páginas de la historia.
Adiós, Nino, caballero del ring. Te echaremos de menos.