El 23 de abril de 1990, exactamente hace 35 años, el fortísimo campeón mundial del WBC en la categoría supergallo, Daniel Zaragoza, fue noqueado por un joven de tan solo 24 años, de piel aceitunada y ojos con un rasgo vagamente oriental. La gloria de ese muchacho, cuyo nombre es Paul Banke, duraría poco, dejando paso a un triste récord: ser el primer boxeador profesional en hacer pública su condición de seropositivo. De las esperanzas juveniles a la pesadilla de la droga, del triunfo mundial al vagabundeo, de la infame enfermedad a la redención: la suya es una historia cruda y dramática, pero no exenta de esperanza y renacimiento. En el aniversario de aquella noche en la que, llorando de alegría, Banke alzó los brazos al cielo, hemos decidido contártela.
Puntos más bajos y puntos más altos
¿Estar acostado en un contenedor de basura dando gracias al cielo por haber encontrado un bocadillo casi entero es el punto más bajo en la vida de un hombre? No, si ese hombre poco después va a recibir un diagnóstico de SIDA. ¿Ser aclamado por una multitud enloquecida después de noquear a un campeón legendario y arrebatarle el título mundial es el punto más alto en la vida de un hombre? No, si ese hombre logra un día resurgir del abismo de la drogadicción.
Paul Banke, de joven, ya mostraba talento y potencial. No logró clasificarse a los Juegos Olímpicos por un ataque de ansiedad durante las eliminatorias, pero formó parte estable del equipo nacional, al punto de entablar amistad con futuras superestrellas como Mike Tyson. Sin embargo, su paso al profesionalismo coincidió con la aparición de un compañero de viaje traicionero y terrible: Banke empezó a consumir todo tipo de drogas, y naturalmente su rendimiento se resintió.
“The Real” Paul Banke
Un vistazo rápido al récord de Banke hasta 1987 da la impresión de un boxeador del montón. Pero quien subía al ring en esos años era un joven con el cuerpo debilitado por las drogas. El colmo lo alcanzó en su combate contra Jesús Poll, cuando escondió su dosis de metanfetamina en un calcetín y la consumió en el vestuario antes de subir al cuadrilátero: la derrota por KO fue la consecuencia lógica.
El giro en la vida del joven Paul tiene nombre y apellido: Bob Richardson. El mánager, tras verlo en una sesión de sparring, decidió ayudarlo a mostrarle al mundo al verdadero Paul Banke, tanto que desde aquel día “The Real” se convirtió en su apodo. Vigilado de cerca en la finca junto al lago de su nuevo mentor, el muchacho no dejó del todo las drogas, pero sus entrenamientos en el gimnasio “All Heart Boxing” eran durísimos, y eso bastó para devolverle el rumbo. En un año y medio, Banke escaló los rankings mundiales y se ganó la oportunidad de pelear por el prestigioso cinturón supergallo del WBC.
A la segunda va la vencida: la prodigiosa conquista del título
El primer intento mundialista de Banke no tuvo éxito. El retador peleó por ráfagas, estaba demasiado exaltado por la emoción, y el más experimentado Zaragoza logró contenerlo. Sin embargo, el campeón cayó a la lona en el noveno asalto, y uno de los jueces no estuvo de acuerdo con los otros dos: eso fue suficiente, junto con el gran espectáculo ofrecido, para asegurar la revancha.
Era el 23 de abril del ’90, y esta vez Banke iba completamente en serio: estaba dispuesto a morir antes que rendirse. Intercambiaba golpes como un loco, recibía castigo brutal, y cuando en el noveno asalto derribó a Zaragoza con un gancho de izquierda, tuvo la sensación de vivir un déjà-vu. Pero esta vez, el retador no quería dejar la decisión en manos de los jueces, que lo llevaban claramente abajo en las tarjetas: hizo un último esfuerzo sobrehumano ¡y encontró el golpe del KO! Banke ya no tenía ni fuerzas para celebrar: se dejó alzar mientras lloraba de emoción.
Un Arturo Gatti que nunca fue
Su primera defensa en Corea del Sur demostró que el nuevo campeón estaba genéticamente predispuesto a ofrecer espectáculo. El ídolo local Ki Joon Lee, de físico enorme para la categoría, lo atacaba sin descanso como un ariete, sin escatimar golpes bajos ni cabezazos. Banke resistía y sufría, con el ojo derecho cerrado e hinchado como una pelota de tenis; al final del décimo asalto iba perdiendo en las tarjetas. Una vez más, el californiano sacó fuerzas del alma y derribó tres veces al rival en los últimos dos asaltos, provocando el KO técnico a un minuto del final.
Si se hubiera mantenido alejado del alcohol y las drogas, Banke podría haber sido “otro Arturo Gatti”: un púgil capaz de encender las arenas con combates electrizantes. Pero ser campeón lo expuso aún más a sus demonios, y en poco tiempo perdió el título y arruinó todo lo demás. Su carrera se vino abajo, se quedó sin dinero y su adicción se volvió incontrolable.
La más difícil de las batallas
Retirado a los 29 años, Banke empezó a vivir de la calle; dormía en su camioneta y entraba con frecuencia a prisión por cortos períodos. Fue precisamente en uno de esos arrestos donde descubrió una verdad terrible: al hacerle análisis de sangre en la cárcel, le diagnosticaron SIDA. Muchos empezaron a evitarlo, y algunos viejos amigos se negaban incluso a darle la mano. Una excepción fue el gran Mike Tyson: cada vez que lo veía, Iron Mike corría a abrazarlo, y eso significaba muchísimo para Paul.
Convencido de estar cerca de la muerte, y aunque recibía tratamiento de forma esporádica, Banke se hundió aún más en la droga. El punto de inflexión llegó en 2014: perseguido por la paranoia, creía que el FBI lo espiaba, llegó a registrar a un trabajador social por temor a una microcámara… La conciencia de estar perdiendo la razón fue el detonante: Banke acudió a Alcohólicos Anónimos y, poco a poco, salió del infierno.
Hoy Paul Banke es un hombre nuevo: lleva años sin tocar alcohol ni drogas, trabaja como entrenador en un gimnasio de boxeo, tiene una pareja, se ha reconciliado tras décadas con su hija y ha escrito su autobiografía: “Staying Positive: The Story Of ‘The Real’ Paul Banke”.
Su viejo rival, el mexicano Daniel Zaragoza, es recordado como uno de los supergallo más exitosos de la historia; y sin embargo, una vez su hijito Daniel Jr., mientras el padre lo perseguía por la casa para castigarlo por una travesura, le gritó: “¡Detente, o llamo a Paul Banke!”. Una anécdota simpática que vale más que mil palabras.