«The Last Dance» («El Último Baile») es el lema que el peso pesado británico Derek Chisora ha elegido para el acto final de su emocionante carrera llena de desafíos por títulos. Este sábado, el púgil nacido en Zimbabue y radicado en el Reino Unido enfrentará al sueco Otto Wallin antes de, salvo que cambie de opinión, colgar los guantes definitivamente.
Para un boxeador, decir adiós siempre es difícil. La sensación se asemeja a la de un duelo: todo lo que sentías en el ring desaparece en un instante. Esa adrenalina mezclada con emociones y felicidad ya no sabes dónde ni cómo encontrarla. Pero, ¿cuándo termina realmente todo?
Quienes practican este deporte saben que su carrera es como una escalera: escalón tras escalón, subes hasta la cima, pero luego, con el paso de los años y la aparición de jóvenes boxeadores de calidad, empiezas a bajar. Es en esos momentos cuando comprendes cuál es tu verdadero nivel y cuánto tiempo puedes seguir siendo campeón y competir con los mejores antes de ceder el paso a quienes ahora tienen un poco más que ofrecer.
Personalmente, me di cuenta de que mi tiempo había llegado a su fin en mi penúltima pelea, cuando estaba en juego el título de la Unión Europea. Me di cuenta de que ya no podía seguir el ritmo de un chico que, atléticamente, iba a toda velocidad. No podía igualar su ritmo, era mucho más rápido que yo y ni siquiera lograba anticipar sus movimientos o leer sus intenciones.
Mis reflejos ya no eran los mismos. Mis movimientos eran más lentos y solo la fuerza de voluntad me mantenía en pie. Luego, cuando en un intercambio terminé en la lona, comprendí que probablemente mi camino había llegado a su fin. Pero como boxeador con una larga trayectoria, no podía aceptar que terminara así, con una derrota por KO.
Así que volví a entrenar con más intensidad que nunca para disputar un último combate y estar completamente seguro de si debía dejarlo o no. O tal vez lo hice por miedo a abandonar para siempre esa sensación de felicidad que experimentaba cada vez que subía al ring.
Finalmente, en mi última pelea, a la «tierna» edad de 41 años, tuve la certeza de que era hora de colgar los guantes. Ya no tenía la misma chispa en mis movimientos. Cada acción era demasiado mecánica. Mi rival absorbía mis golpes como si no sintiera nada, mientras que yo, en cambio, sentía cada impacto—hasta el punto de marcarme con mis propios guantes al rozar mi cara. Solo mi experiencia me permitió ganar, pero esa noche entendí, sin lugar a dudas, que mi cuerpo ya no estaba para el boxeo.
Después de la pelea, para evitar caer en depresión, intenté dedicarme a la enseñanza del boxeo. Pero no es lo mismo. Ser boxeador es una mezcla de emociones, adrenalina, miedo, felicidad y escalofríos indescriptibles. Es lo que viví durante 31 años de carrera y, cuando desapareció, me dejó un vacío difícil de llenar.
Regresar a una vida «normal» requiere tiempo para asimilarlo, mucho apoyo de quienes te rodean y una mentalidad aún más fuerte que la que se necesita para ser boxeador. Solo la aceptación te permite seguir adelante. Sin embargo, en el fondo, sigues siendo un boxeador y sigues pensando como tal en tu día a día. Te comportas de manera egocéntrica, crees saberlo todo y casi a diario buscas contar tus hazañas deportivas.
Lo haces porque, al final, el mayor miedo de un boxeador no es perder una pelea, sino ser olvidado. Es encontrarte solo, sin saber qué hacer… Porque quien sube al ring, o lo hizo alguna vez, tiene un amor tan grande y obsesivo por este deporte que nunca podrá aceptar en lo más profundo de su alma decir: «Basta, he terminado, se acabó.»
Por eso, a cualquier edad, sigues buscando formas de «pelear»: en las discusiones, en el trabajo o simplemente reviviendo a través de tus relatos lo que fuiste capaz de hacer en tu carrera. Por eso siempre digo que, una vez que tu carrera ha quedado grabada en tu piel, nunca dejas de ser boxeador.