Duilio Loi: nuestro intérprete más noble en la era del boxeo grande

Los contornos, algo borrosos, de viejas fotos de la época y los videos en blanco y negro de aquellos años deslumbrantes: los relatos de las hazañas de Duilio Loi llegan a través de recuerdos y documentos históricos de una era de gran boxeo, los años dorados del pugilismo italiano. Loi fue su representante más noble, el hombre que hizo soñar a todo un país con sus gestas.

El hombre antes del ring

Duilio nació en Trieste el 19 de abril de 1929. Su padre, Vittorio Loi, era jefe maquinista en barcos mercantes, y fue precisamente por su trabajo que Duilio se trasladó a Génova a una edad temprana. Sin embargo, la relación con su padre se interrumpió demasiado pronto: un torpedo inglés hundió el barco de vapor en el que trabajaba Vittorio, privando al joven Loi, de apenas catorce años, de la figura paterna.

A los 16 años entró en el gimnasio de Dario Bensi, y desde entonces nació una unión que iba mucho más allá de la simple relación entre boxeador y entrenador. Duilio tomó conciencia de su talento y se apasionó: llegaba incluso a faltar a la escuela con tal de entrenar.

El joven Loi creció rápido. Y con la misma rapidez formó una familia, encontrando en ella un punto de referencia fundamental.

Pronto se convirtió en profesional, con una esposa y dos hijos pequeños a su cargo. El dinero que ganaba con el boxeo —sumas modestas— no era suficiente, y Duilio se vio obligado a trabajar incluso en los días siguientes a sus combates: en el puerto como estibador, o vendiendo esponjas.

Aun así, en 1951 se proclamó campeón italiano de los pesos ligeros.

El hombre sobre el ring

Era zurdo natural, pero sabía pelear también en guardia ortodoxa, y esta habilidad le permitía ser impredecible para sus oponentes. Tanto que Eddie Perkins llegó a decir: “Me enfrenté tres veces con Duilio, pero fueron tres boxeadores distintos”.

Duilio no era un gran pegador, raramente ganaba por KO. Pero en el ring mostraba, sin lugar a dudas, inteligencia, sentido táctico, precisión, técnica y tenacidad. No era alto ni tenía gran alcance, por lo que prefería la corta distancia. Durante un asalto podía ser escurridizo y, con movimientos perfectos, evitar los golpes incluso del rival más hábil. Luego llegaba ese último minuto, a veces incluso los últimos 30 segundos, y Duilio se lanzaba en un esfuerzo descomunal, atacando con vehemencia, esquivando con el tronco, golpeando al rostro y al cuerpo, sabiendo encontrar el hígado, y aún más, desmoronando la resistencia de rivales que, en cuestión de segundos, se veían superados por una lluvia de golpes. Para todos, era el hombre de los últimos dos asaltos, aquellos en los que lo daba todo, y que a menudo le aseguraban grandes victorias.

Memorables sus trilogías con Carlos Ortiz y Eddie Perkins, así como la doble contienda con Jorgen Johansen. Fue precisamente contra Johansen que llegó la primera derrota de su carrera, pero supo aprender de ella y subió aún más de nivel. En 1954 volvió a enfrentarlo y lo venció claramente, convirtiéndose en campeón de Europa.

El siguiente paso fue América: mejores bolsas, escenarios importantes y la esperanza de una oportunidad mundial. Pero las cosas no salieron como esperaba. Duilio fue contactado por Frank Carbo, responsable de las apuestas clandestinas para la mafia italoamericana. Rechazó su propuesta para pactar tres combates contra el campeón mundial de los ligeros Joe Brown. Pagó muy caro esa decisión: tuvieron que pasar muchos años antes de que se le concediera una oportunidad titular, que llegó en 1960 contra Carlos Ortiz.

Loi fue derrotado por decisión no unánime, pero el público estadounidense no pudo evitar aplaudir su actuación. Así que, tres meses después, tuvo lugar la revancha, esta vez en Milán, en un estadio de San Siro repleto. Fue una batalla dura, con una segunda mitad del combate que le valió a Loi la conquista del título mundial del peso superligero. Una multitud nunca vista se volcó en las calles de Milán, en corso Buenos Aires, para aclamarlo.

Pero para Duilio no podía terminar ahí. Quería un tercer combate para establecer quién era realmente el mejor. De nuevo en Milán, los dos se enfrentaron otra vez y Duilio ganó de forma triunfal, llegando incluso a derribar a Ortiz con una espectacular derecha.

Luego fue el turno de Eddie Perkins, designado como aspirante oficial. Ocho años más joven, con gran velocidad y buena técnica, puso claramente en apuros a Loi, tanto que el veredicto de empate sonó como un regalo de los jueces, incluso para el propio Duilio. Un año después llegó la revancha: Duilio fue derrotado sin apelación, también debido a una condición física no óptima. Poco después anunció su retirada, pero en su interior no lograba aceptar un final tan amargo. Por eso volvió al ring una última vez, para el desafío final contra Perkins: fue una batalla no brillante pero durísima, en la que Duilio puso en juego todo su conocimiento del boxeo, recurriendo a la experiencia en los momentos difíciles. Ganó, pero al llegar a su esquina, Dario Bensi lo miró y le dijo: “Para mí, Duilio, has llegado al final”. En ese instante terminó la carrera de Loi.

126 combates, 115 victorias, 8 empates y solo tres derrotas, siempre vengadas en el ring con técnica, coraje y tenacidad.

A lo largo de su carrera fue campeón de Italia del peso ligero, campeón de Europa del peso ligero y del wélter, pero sobre todo campeón del mundo del peso superligero.

El hombre más allá del boxeador

Llegó el momento de colgar los guantes. Y para Duilio comenzó una nueva etapa, aún más difícil que cualquier combate librado sobre el ring. ¿Qué hacer después de una vida entera en el cuadrilátero?

Duilio lo intentó. Participó en algunos anuncios publicitarios, asistió a varios eventos mundanos y deportivos —un mundo, el del espectáculo, que siempre lo había atraído, como buen histrión que era— y abrió un restaurante.

Pero el dinero ganado durante su carrera —no tanto como cabría esperar para un campeón de ese calibre— se terminó pronto, y Duilio acabó trabajando en el sector de los seguros.

La familia, la dignidad y su integridad le impidieron quejarse o buscar soluciones fáciles. Los amigos de antes ya no estaban: algunos desaparecieron tras su último brazo en alto, otros después de aprovecharse de su bondad para estafarlo. Así, Duilio se encontró enfrentando las dificultades de una vida común, y las esperanzas frustradas de tranquilidad y normalidad más allá del ring.

Luego llegó el 12 de abril de 1973. Eran los años de plomo, y la radicalización del debate político desembocaba en enfrentamientos callejeros, lucha armada y terrorismo. Ese día, el jueves negro de Milán, su hijo Vittorio, militante neofascista de la Giovane Italia, mató con una granada al agente de policía Antonio Marino. Arrestado, fue condenado a 20 años de cárcel. Duilio terminó encerrándose en sí mismo y aferrándose a su familia.

En los años siguientes se volvió a hablar de Duilio solo por sus difíciles condiciones, tanto económicas como de salud. Le diagnosticaron Alzheimer y, además, el viejo campeón vivía en la precariedad, sin pensión. Su hija, Bonaria, se convirtió en portavoz de un movimiento que exigía apoyo para los boxeadores retirados y en dificultades. A pesar de un camino largo y lleno de obstáculos, padre e hija lograron su victoria con la institución de una pensión vitalicia para deportistas en situación de necesidad.

En 2005 fue incluido en el Salón de la Fama, único italiano junto a Nino Benvenuti: su nombre figura junto al de los más grandes de la historia del noble arte.

Tres años después, el 20 de enero de 2008, Duilio falleció, y con él se fue una parte maravillosa de nuestra historia pugilística.

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